Nací y pasé mi infancia al lado de
una playa de grandes olas, y como el resto de niños de mi edad
aprendí pronto a entenderlas.
Las olas pequeñas jugábamos y
disfrutábamos saltandolas.
Si las olas eran medianas nos
gustaba tirarnos en plancha delante y aprovechar su fuerza para
llegar con ellas hasta la orilla.
Pero cuando la mar estaba más
brava y se acercaban olas de tamaño considerable la opción más
inteligente siempre era dar un bote y sumergirnos hasta el fondo a
donde no llegase su enorme poderío y esperar unos segundos a que pasase para
volver a salir a la superficie.
Y eso para mí ha significado una
enseñanza muy útil en las cosas del vivir, pues la parte más superficial de la
conciencia siempre la he relacionado con el movimiento de las olas, y me he servido de las mismas opciones:
O lo que acontece lo tomo como un
simple juego y disfruto siendo uno con ello.
O aprovecho la propia energía para volver a “a casa” con ella.
O me sumerjo en las
profundidades del SER, en donde permanece inmutable un espacio de paz insondable,
que no es tocada ni alterada aunque los remolinos de la superficie
intenten distorsionar con su fuerza ciega.
3 comentarios:
Gracias por la luminosa entrada Bea!
Un abrazo eterno.
¡Precioso!
Gracias. Lo comparto.
Un abrazo,
pilar
Muy bueno, Beatriz.
Gracias.
Publicar un comentario